Llamarse Justina era un castigo eterno, pensaba Justina. Por más que sus padres le explicaban que ella se llamaba así en recuerdo de su abuela, la niña consideraba ese nombre una broma de mal gusto. La abuela culpable de tal estropicio vivía en una pequeña aldea.
En su familia se referían a ella como una mujer supersticiosa, lo que para Justina significaba que era una bruja. Llamarse Justina y tener una abuela bruja del mismo nombre eran demasiadas tragedias para una niña que quería ser famosa. Sus amigas no debían enterarse de la existencia de esa abuela que tenía el mismo nombre, ahora que estaban consiguiendo que la llamaran Yuste. Llegó el verano y con él las vacaciones, la playa, los paseos con su pandilla... Pero ese verano todo iba a resultar diferente. Su madre anunció durante la comida: “Este año iremos a veranear a casa de la abuela Justina”. La noticia horrorizó a Yuste. No podía imaginar nada más terrible que pasar el verano con la abuela campesina. Durante las semanas siguientes protestó, sugirió soluciones... Todo fue inútil. La decisión era firme. En cuanto les dieron las vacaciones, cargaron el coche y emprendieron el viaje. Los últimos 30 kilómetros eran de tierra. Llegaron cansados y empolvados. No se podía decir que la casa de la abuela Justina fuera cómoda o elegante. Desde luego, no tenía piscina, lo que para Yuste era imperdonable. Se trataba de una vieja casona rústica y fresca, con un amplio corredor lleno de enredaderas y un huerto cuajado de flores, arbustos y árboles frutales. La abuela estaba sentada en un sillón con seis gatos perezosos y un perro dormido. A Justina no le gustó nada lo que veía a su alrededor. Pero lo que más le desconcertó fue su abuela. Esperaba encontrar a una campesina supersticiosa siniestra, pero no a una anciana menuda, frágil y extremadamente dulce. En los días siguientes, Justina fue descubriendo otras cosas de su abuela. Cocinaba como los ángeles, por ejemplo. Una tarde le preguntó que si querían acompañarla y anduvieron mucho, por bosques y claros, hasta una cascada impresionante y un valle salpicado de verdes lagos. Justina estaba deslumbrada por la belleza del lugar. Cuando llegaron a casa al anochecer, su padre se había caído y tenía la pierna hinchada y amoratada. La abuela, entonces, tomó de la mano a su nieta y la llevó al fondo del huerto: “Le pondré unas hierbas curativas”- Al segundo día, el padre caminaba normalmente.